Ahora que ya era el flamante propietario de una finca de 10 fanegas había que hacer algo con ella.
Yo sólo quería un lugar hermoso, en plena naturaleza, con buenas vistas, para tener una casa de recreo. Y aunque, por mi profesión de biólogo, no me hallaba del todo desvinculado de la ganadería, más en la teoría que en la práctica, no era, sin embargo, lo que estaba en mi mente cuando apalabré La Cuesta del Moro.
Pero aunque mi finca no era demasiado grande, la mayoría de las de alrededor tienen entre 30 y 50 fanegas, las tierras necesitan cuidados. Andar por los caminos en plan bucólico está muy bien, pero cuando uno es responsable de un trozo de tierra le cambia la mentalidad. Me había convertido en terrateniente, bueno para ser más exactos en “terracabo” y eso imprime carácter.
Lo primero fue hacer un camino que llegase hasta las casas y luego reconstruirlas. Eso terminó por hacerse, a pesar de todos los problemas que ya se contarán en otro lugar. Lo segundo, fue pensar en el ganado, para que nuestra finca no desmereciera en el entorno del paisaje y las costumbres y se mantuviera además a salvo de incendios. Los animales son el principal elemento de sostenimiento del equilibrio natural humanizado que caracteriza a la dehesa, aunque a veces, y eso ya lo estábamos viendo en algunas zonas, ese equilibrio se estaba poniendo en peligro por la sobreexplotación de los recursos.
En las fincas vecinas se criaban sobre todo guarros y vacas, pero eso suponía meterme en un jaleo de papeles, permisos y dedicación que era demasiado para mí. Al fin y al cabo soy un jubilado que no pretende esclavizarse con nuevos trabajos, sino divertirse con ellos.
Pensé en las ovejas. Me parecían animales plácidos y fáciles de manejar. Se las vigila de vez en cuando, se las deja sueltas en la finca y ellas se apañan. Tenía una visión más bien romántica de la ganadería, pero eso no lo sabía todavía. Mi primer y único rebaño de dóciles ovejitas se encargaría de enseñármelo.
Compré, a precio de forastero, doce hembras, la mayoría preñadas y un macho. Con mi remolque, me las traje a la finca por el camino recién construido. No me pasó nada porque tengo un ángel de la guarda muy diligente. Ahora que conozco mejor las dificultades del último tramo, el que ya pertenece a La Cuesta del Moro, me doy cuenta de la osadía de mis primeros tiempos de conductor 4x4.
Las ovejitas llegaron y empezaron a portarse como no podía haberme imaginado ni en mis peores pesadillas. Nada de dócil rebaño. En el momento en que pusieron su pezuña en La Cuesta se volvieron salvajes y ariscas. Hasta el macho, que había observado durante semanas mi desconcierto de aprendiz de ganadero, decidió un día ponerse chulito y demostrarme que allí quien mandaba era él.
Las hembras se pusieron como locas a parir, la mayoría gemelos, y al poco llegué a tener hasta 25 ovejas. Claro que este número variaba por días. Nacían y de pronto desaparecían: Los zorros se estaban poniendo las botas.
Ni yo sabía, ni nadie me lo dijo, que antes de soltarlas a su suerte, había que aclimatarlas al terreno y al dueño, teniéndolas encerradas en el redil. Y que sobre todo a las crías había que protegerlas en los primeros tiempos de las alimañas que abundan en la sierra. Tampoco les podía dedicar mucho tiempo, seguía yendo y viniendo con cursos y otras responsabilidades urbanas. Era un inexperto ganadero de fin de semana y eso se paga.
Entre el miedo que me daba el macho, que ya me había hecho correr alrededor de una encina para demostrarme cuál era mi lugar en estos campos, y la desesperación de ver como desaparecían los corderitos, igualitos, igualitos que la imagen de marca del famoso detergente Norit de mi época, empecé a dudar de mis dotes como ganadero.
Para Maxim y Rosario era una tortura ver como un fin de semana podían acariciar, besuquear y encariñarse con el recién nacido y encontrarse al siguiente un recién muerto que ni siquiera podían enterrar, estando como estaba seguramente en la barriga de cualquier zorro o perro salvaje de los alrededores.
Maxim aprendió mucho de eso que siempre se les oculta a los niños: Los misterios de la vida y de la muerte. Y aunque le explicábamos que también las zorras tenían hijitos que alimentar y que todo formaba parte del equilibrio de la naturaleza, el sufrimiento de las pérdidas no superaba casi nunca a la alegría de los nacimientos.
Llegó el verano y habíamos superado algunos problemas: El macho belicoso fue sustituido por otro más pacífico, las crías supervivientes habían crecido y el rebaño me había aceptado como jefe y acudía a mi llamada cuando tenía que esquilarlas, darles de comer o curarlas.
Pero con el calor llegaron los momentos más difíciles: Los bicheros. Yo no sabía que las ovejas eran tan delicadas. Con el calor, cualquier herida o cualquier abertura del cuerpo, era lugar predilecto para que las moscas de todos los colores pusieran sus huevos y las larvas, una vez nacidas, se alimentaban de la carne viva del animal. A veces, cuando descubría el bichero, ya era demasiado tarde. Otras, tuve que convertirme en veterinario improvisado y a base de insecticida, desinfectante e incluso de bisturí, operaba al animal y a veces lo salvaba.
Cuando ya sabía lo básico del arte del ganadero aficionado y el rebaño se había estabilizado, una jauría de perros salvajes las atacó durante la noche y me dejó sólo ocho ovejas, la mayoría en muy malas condiciones. No era la primera vez que atacaban, hasta entonces se habían limitado a matar una o dos, pero sus éxitos los habían envalentonado y fueron a por todas.
Ahora sólo tenemos una oveja adulta superviviente y otra, Margarita, huérfana alimentada a biberón, pero que ha terminado de criarse en el rebaño más seguro de un vecino.
Nos hemos pasado a los burros, pero ese ya es otro capítulo.