Todos los años la Asociación de Espeleólogos Veteranos se reunía en distintos lugares de Andalucía, para poner en común experiencias, contar “batallitas” desde mi punto de vista, y hacer visitas a cuevas, organizar conferencias y encuentros y sobre todo, reír, comer y reencontrarse como los viejos amigos que eran.
Yo me uní a ellos cuando conocí a Pedro y debo admitir que era la panda de chalados más divertida que había conocido. La mayoría ya no cumpliría los 50 y algunos pertenecían a la honorable “tercera edad”, pero en su corazoncito todavía mantenían el espíritu aventurero de su juventud de espeleólogos.
No era la primera vez que estábamos aquí, Pedro incluso había recorrido, en su juventud de espeleólogo, las galerías de la Cueva del Agua en el término extremeño de Fuentes de León. No hacía muchos años además, y ya en mi compañía, que habíamos tratado de redescubrir los mismos parajes un asfixiante verano que nos sorprendió por su verdor todavía rezagado en esta zona. No pudimos entrar de nuevo a las cuevas, pero el paisaje de su entorno nos encantó.
Ahora, por una de esas casualidades de la vida, habíamos vuelto.
Ese año se había organizado el encuentro en Aracena y allá fuimos todos. El objetivo era conocer las cuevas de la sierra. La más grande, Aracena, fue una visita más bien de tipo turístico, las de Fuentes de León, que aún no eran tan conocidas nos costó kilómetros de carreteras serpenteantes y a Wallas perdido, como siempre, por los caminos.
Llegamos y nuestro guía Adelardo nos contó las características de los lugares que visitamos. Las cuevas: Cueva del Agua, Los Postes, El Caballo y la de Masero, no son tan espectaculares como Aracena, pero guardan un gran tesoro arqueológico.
Pero el mayor tesoro es el lugar donde están enclavadas, un sitio precioso. Justo al lado de la Cueva del Agua encontramos una casita tan encantadora que quise inmediatamente hacerla mía y así, por preguntar, y porque buscábamos un lugar en plena naturaleza donde establecernos, le dijimos a Adelardo si se vendía o si conocía alguna casa en venta por los alrededores.
- Ésta no – nos contestó él, - pero allá arriba- y señalaba hacia lo alto del monte - mi tía tiene unas tierras- Es esa casita que se ve a lo lejos-
Tras la comida con el grupo de espeleólogos veteranos, Adelardo y su tío nos llevaron a La Cuesta del Moro. No recuerdo muy bien esa primera visita, sólo que la finca estaba en una ladera y tan escarpada que me fui cayendo todo el camino. El paisaje era grandioso y quedaban tres ruinas, una de ellas casi habitable, que podrían transformarse en futuras casas.
Esa misma tarde Pedro apalabró la finca y tras un mes de negociaciones era suya.