Margarita y Nico

            Cuando llegaron las ovejas, la mayoría estaban preñadas. Maxim tuvo la suerte de asistir a muchos nacimientos. Todos los animales bebés son adorables, pero los corderitos huelen a leche tibia y están blanditos y suaves como peluches. No podíamos dejar de , una embestida que nunca culminaba.

            - Déjalo ya – le decía Pedro a Maxim – que la madre quiere darle de mamar.

            - Un poquito más, porfa – se resistía Maxim abrazando al corderito con desesperación amorosa – Mira, mira como lame mi dedo. Se cree que soy su madre.

            Y así uno, dos, tres… iban naciendo los tiernos corderitos.

            Pero al fin de semana siguiente, y eso que ya Pedro me había advertido por teléfono de la desgracia, todo se resolvía en tristeza y desesperación, cuando el corderito tan abrazado, tan amado, no estaba ya.

            Nacimientos y muertes, el ciclo de la naturaleza. Como una noria de emociones que Maxim, casi más que los mayores, empezaba a comprender muy bien.

            El niño nos sorprendía con su aceptación, que a mi incluso me parecía falta de sensibilidad, ante los acontecimientos. También las zorras tienen hijitos que alimentar, le habíamos dicho y él parecía comprenderlo muy bien.

            Un día, sabiendo que una oveja estaba recién parida, nos pusimos a buscar a la cría, temiéndonos lo peor. Descubrimos un revoltijo de carne sanguinolento y traté de apartar a Maxim del triste espectáculo. Probablemente el corderito habría nacido muerto. Pero la curiosidad de los niños, sobre todo los que se crían en el campo, es a veces brutal y él se acercó al revoltijo aún humeante. Eran gemelos, como la mayoría de los que parían nuestras ovejas, y envueltos por la placenta, estaban a un minuto de la vida, ese minuto en que la madre los había parido y desechado, alejándose de sus malogrados hijitos y salvándose así en su debilidad, de las alimañas que pronto acudirían.

            Maxim los contempló con la boca abierta, más conmovido por el espectáculo de lo desconocido que por el hecho de la muerte. Tratamos de salvarlo del dolor explicándole lo que probablemente había ocurrido. Él, sin embargo, nos contestó con una sabiduría de viejo que nos desconcertó.

            - Así es la vida – dijo. Y ya sobraron todas las explicaciones.

            Sólo una vez lo ví conmovido de verdad. Habían muerto muchas ovejas, una jauría de perros carniceros entró en la finca y se había ensañado con el rebaño. Sólo se salvaron las hembras más viejas (… y más sabias) y algunas crías que, inmóviles entre la hierba, no habían despertado huyendo, la agresividad de los depredadores.


            Cuando llegamos vimos los restos de las ovejas. Los carniceros ni siquiera las habían devorado contentándose con la matanza y los bocados más suculentos.

            Curas de urgencia de las más malheridas y dos huérfanos, casi recién nacidos de los que debíamos ocuparnos: Nico y Margarita.

            De los dos, Nico parecía el más débil. Se alimentaba poco o nada, quizá porque aún no había tomado los calostros de la madre y no sobrevivió. Margarita sin embargo, era una glotona que se crió estupendamente.

            Como teníamos que dejar la finca, nos la llevamos a Sevilla para poder atender a sus necesidades de bebé. Los niños del patio la festejaron a su llegada y se convirtió en la mascota más preciada del vecindario. Todos querían abrazar, agarrar y acariciar a Margarita y la pobre daba balidos lastimeros y corría a refugiarse de tanto amor infantil entre nuestras piernas.

            Incluso llegamos a comprarle un collarito para poder pasearla como si fuera un perrito. Pero las ovejitas son tercas y no hay manera de llevarlas atadas si ellas no quieren.

            Cuando llegaba el fin de semana volvíamos al campo y la veíamos retozar y brincar de puro deleite.

            Al crecer, pero sin ser todavía adulta, no podíamos estar trayéndola y llevándola de la ciudad al campo, así que la dejamos con el rebaño de Pepe Bombimbo dónde estaría a salvo de los perros, que seguramente volverían de nuevo a la finca. Sólo una vez la hemos visto después. Ya había crecido y era toda una señora oveja. Como a las demás, la acababan de esquilar y claro, no la reconocimos. Mientras la buscábamos entre las demás, una de ellas se acercaba a nosotros y balaba como si dijera – Soy yo idiotas ¿es que no me veis?-

            Está claro que las ovejas tienen mejor memoria y son más agradecidas que muchos humanos.

            Por lo que sabemos, Margarita sigue bien y a veces pensamos traérnosla a La Cuesta del Moro, pero también sabemos que aquí estará más sola y desatendida y por su bien, la dejamos con las otras. Esperamos que allí será feliz, sin perros que la acosen, y que cuando muera de viejecita, recuerde a sus papás adoptivos y los biberones que, tragona como era, nos hacía preparar sin descanso.