África y Taifa

            Cuando ya estábamos a punto de cerrar nuestro capítulo como ganaderos, Pedro tuvo una idea: Comprar un burro. Así, pensaba, podríamos tener una ayuda para subir las cuestas, acarrear leña y materiales y hasta se comerían los cardos, por algo llamados “borriqueros”.

            Y dicho y hecho. Empezó la búsqueda del burro primero, el Adán equino de nuestro paraíso, que al final resultó ser Eva, la burra ideal.

            África era una burra alta, guapa y aristocrática. Fueron a buscarla Pedro y Germán y nos la dejaron al pie del camino de Los Cuellos. Todos juntos: La familia de Inma y Germán, nosotros y los niños, organizamos la excursión de 6 kilómetros para traerla hasta la finca.

            La que llevaba las riendas del transporte era Inma, más acostumbrada que nosotros. A Maxim y a mí, siendo la primera vez que tratábamos con burros, nos daba un poco de miedo.

            A pesar de la pericia de Inma, África no atendía a razones y quería ir por libre. Pero lo peor fue cuando pasamos por la finca de un vecino y un semental casi se salta al camino para montarla. Burra espantada, nosotros a punto de ser arrastrados… pero al final conseguimos dominar la situación y llegamos sin novedad a La Cuesta del Moro.

            La burra se adaptó bien aunque era un poco arisca. Se hizo íntima de los burros del vecino que venían a visitarla todas las tardes y tenían largos coloquios en las lindes. Pero un día África no pudo más y se saltó el murete de piedra que la separaba de sus amigos.

            Entonces Dios, digo Pedro dijo: - No es bueno que la burra esté sola, traeremos uno a su imagen y semejanza.

            No debía ser un burro caro y debía de ser dócil y estar domado.

            Y nuestro segundo burro llegó al Paraíso y en nada se parecía a África, bajito, cabezón y feo, pero tremendamente tranquilo y cariñoso.

            En su vida anterior había trabajado como lo que era, un burro, tirando de un charré cargado de niños y mayores por los caminos de Andalucía. Era fuerte y confianzudo y enseguida lo encontramos el burro más guapo del mundo.

            En especial Maxim lo adoraba, siempre abrazado a su cabezota, que era tan grande como la mitad del cuerpo del niño, dándole los restos más apetitosos (según el gusto equino) de la parte vegetariana de nuestra dieta.

            Le llamamos Moro. Y los dos burros, que al principio se miraron con desconfianza, formaron enseguida alianza y se hicieron amigos, unidos por su propia compañía y sus nombres evocadores del continente al sur del sur y de los antiguos colonizadores de estas tierras.

            Durante meses los burros se fueron aclimatando a su nueva vida y a nosotros, sus amos. Nunca hubiéramos imaginado que pudieran apegarse tanto a los humanos, pero allí los teníamos, asomados a la puerta de la Casa de Piedra, en ademán de querer entrar a compartir nuestro sofá.

            Todos los burros tienen enormes barrigotas por el atracón de yerbas que se dan, así que al principio no nos pareció especial la de África. A Pedro ya le habían dicho al comprarla: - A lo mejor lleva un regalito – porque parecía que un macho de su manada original la había montado.

            La palpábamos para tratar de comprobar si estaba preñada, pero nuestra inexperiencia no nos llevaba a ninguna conclusión definitiva.

            Sólo al final, cuando se le hincharon las teticas de primeriza, no estuvimos seguros. ¿Pero cuándo se produciría el feliz alumbramiento?... Ni idea.

            Como Pedro pasaba días fuera de la finca y Maxim y yo sólo íbamos los fines de semana, no pudimos estar presentes durante el nacimiento, que se produjo antes de lo que imaginábamos.

            Una noche Pedro, que había regresado a la Cuesta, nos llamó alborozado:

            - ¡Ha nacido una burrita!... Y las dos, la madre y la cría, están bien.

            No veíamos llegar el fin de semana para conocerla y aunque teníamos una descripción telefónica y fotos, no era lo mismo.

            Cuando, por primera vez, vimos a la recién nacida, nos quedamos embobados.

            Una figura gris perla, con lomo de peluche, orejas y patas larguiruchas y un lunar blanco en la frente. Esquiva como su madre, no se dejaba acariciar y nosotros nos moríamos de ganas de achucharla y besuquearla.

            Tardamos tiempo en encontrarle un nombre. Nuestra incipiente manada debía tener en común la morería y ésta más, habiendo nacido en La Cuesta del Moro.

            Por fin acordamos llamarla Taifa. Corto, eufónico y en la línea.

            La madre y la cría seguían sin permitirnos acariciarla. Por fin, el día que tuvimos que cortarle las crines y la cola, según los consejos de nuestros vecinos ganaderos, atada y aterrada la pobre como estaba, pudimos saciar nuestra sed cariñosa.

            -¡Qué blandita! ¡Qué suave! ¡Tan blanda por fuera que se diría toda de algodón, que no lleva huesos!- Bueno esto último es de “Platero” pero tal cual. Maxim si dijo lo anterior, sin poder contenerse y dando saltos de alegría.

            La madre, inquieta, merodeaba tras la cerca como si quisiera tirarla abajo. Soltamos a Taifa, para que, mamando, pudieran consolarse mutuamente.

            Este verano del 2.010, unos meses después del nacimiento, estamos empezando a acostumbrarla a nuestras caricias a base de paciencia y algo de autoridad. Ahora ya come de nuestra mano… cuando ella quiere. Genio y figura…

            También tenemos una yegua, Luna, que nos ha dejado Germán para que se críe con nosotros. Forman una especie de familia, entre salvaje y dócil: La mamá, la niña y los dos titos. Curiosos, asisten a nuestras maniobras de domesticación cariñosa.

            Todos han mejorado mucho en su comportamiento, África, arisca al principio, se ha contagiado de la docilidad de su compañero, Luna, que mordía, ha perdido su fea costumbre, Taifa se deja acariciar y Moro, que es un buenazo, se deja montar e incluso nos ayuda con las cargas.

            Nuestra familia equina es feliz. Tienen un hermoso monte con mucho pasto para comer, un riachuelo al fondo del barrando, que este verano aún no se ha secado, para saciar su sed y terreno extenso para trotar y galopar.

            Y es un gozo, sobre todo para Maxim, compartir con ellos caricias y ternura y comprobar como poco a poco confían y obedecen nuestros requerimientos.

            Tal vez sea una tontería, un pensamiento propio de chica de ciudad no acostumbrada al trato animal, literalmente hablando, si habláramos metafóricamente sería otro cantar. Pero no deja de sorprenderme la nobleza, la inteligencia y la fuerza contenida de estos animales. Fuerza, nobleza e inteligencia que se van plegando a nuestra voluntad de pequeños seres de escasa corpulencia, para dejarse llevar de las riendas y montar como si fueran dóciles perritos. Me parece un milagro. Pero claro, esto es el paraíso.